El patrimonio familiar

No sé las veces que habré errado. Incontables quizá. Históricas derrotas entre no menos gloriosas victorias. La vida es así. Un paseo por el angosto, en ocasiones estrecho, bosque de las dificultades. Un bosque que llenamos con nuestras debilidades, con nuestros miedos y nuestros prejuicios. Un bosque también lleno de claros, a los que llegamos a veces ayudados, por esa sonrisa amable, que encontramos en algún recodo de la vida, por una mano generosa, que nos arranca un último impulso de superación, o la voz penetrante, de quien por medio de la palabra, nos regala una inspiradora energía.

Es probable que el paseo vital no lo hagamos solos, que tengamos una familia a la que amar y proteger, y en ella, unos hijos a los que marcar el camino a recorrer, llenando este, de las mágicas luces de los valores buenos. Y con ellos y el recuerdo de nuestra determinación, nuestros hijos no se pierdan entre las interminables decisiones que habrán de tomar. 

Ese patrimonio inmaterial será nuestro mejor legado y no otro. No hay millones de euros que llenen a  una persona vacía, ni hay nada más valioso que una persona llena de convicciones y de poderosas creencias, que guían su juicio, y que gobiernan sus acciones. Y de entre todas las personas, no hay mejores que aquellas en las que pervive una inmensa conexión con la justicia social, con la comunidad, con el pasado de la misma, con su historia, sus sufrimientos, sus alegrías y sus proyectos comunes. 

Porque una comunidad llena de pasiones, de controversias, de ansias, nostalgias y proyectos, también está llena de alegrías y sufrimientos, que se viven en conjunción con ese nosotros, y que nada puede sustituir. 

Podríamos enseñar a nuestros hijos a disolverse en el mundo y no ser otra cosa que sí mismos. A procrear en ellos, un alma individualista, que rebose el egoísmo de un “yo” que se construye en un proyecto solitario. Un yo, sin un nosotros. Un yo nuclear. No perder, un miserable segundo de nuestra vida, en que aprecien otra cosa que aquello que les pueda llenar de dinero y poder, prosperidad y riqueza. Instrumentos del éxito de una persona, que vive al servicio de sí misma.

Podríamos, pero sabemos, que cada vez que en la vida hemos apreciado y admirado a otro, ha sido por todo lo contrario. Por su capacidad de integrarse y trabajar por la comunidad, su respeto a la diferencia y sus valores, profundamente enraizados en las personas que le rodean, y con ellas en sus dramas, en sus victorias, en sus luchas y en sus derrotas. 

Cuando nació mi primera hija, pensé mucho sobre estas reflexiones. La vida me había regalado un próspero proyecto de mujer, y con el regalo me había entregado responsabilidades, muchas. Habría de elegir, qué gama de colores adornarían el espectro de su alma, cuando la luz de la madurez alcance a iluminarla. Ó asegurar, que las alargadas sombras del complejo mundo que les dejamos, serán iluminadas por sus brillantes decisiones. 

Y decidí, que quería enriquecerla de aquellas cosas, que no tendrán porqué llenar sus bolsillos, pero si engordar su corazón. No me cabe duda de que el dinero siempre llamará a la puerta de aquellos que brillan. Llenarla de aquellos valores, ideas y conocimientos, que le hacen parte de una comunidad, de su pasado y de la corresponsabilidad de su futuro. En fin, darle un nosotros y construir un “yo” generoso que se siente parte de un concepto mayor, que inunda cada recoveco de su alma, y que le invita a sentirse parte de un proyecto común. 

Tambíen tuve el dilema de qué lengua sería la que compartiriamos. Podría haber dejado pasar la oportunidad de crear nuestro vínculo en euskera, ceñirme a la más perezosa versión de mi mismo, o excusarme de 200 formas con los clichés habituales, pero no lo hice.

No lo hice por que creo sin dudar, que no podremos pedir jamás, ningún esfuerzo a nuestros hijos, que nosotros no seamos capaces de hacer. Ninguno. Ni podremos jamás demostrarles, que el esfuerzo y la perseverancia son la llave del éxito, si no somos nosotros, capaces de esforzarnos. Y así, con unos conocimientos muy básicos, empecé ese camino.

En el proceso tuve noticia de sorprendentes bondades que iluminaban mi razonamiento. Y es que hace décadas que está demostrado el principio de relatividad lingüística, que establece que el idioma en el que hablas o razonas moldea la forma en la que ves el mundo y cómo te relacionas con otras personas y con tu comunidad social. Tuve además conocimiento de que nuestra lengua vasca ha desarrollado, durante siglos, una profunda semántica de aspectos que apreciamos hoy fundamentales. 

El euskera es un lenguaje inclusivo en su propia naturaleza. Resulta que los vascos hace siglos que domaron su idioma de manera que no se pondera un género sobre otro y así, padres no es el plural de padre, hijos no es el plural de hijo, y hermanos no es el plural de hermano. Tiene en su gramática y vocabulario aspectos de la ponderación del “nosotros”, de la comunidad, que no existen en otras lenguas. Determina el concepto de la solidaridad como sustento de la libertad del grupo y de está, la libertad de la persona. El trabajo por los demás o “auzolana” como medio de contribuir al bien común, que es en definitiva el propio, y el cuidado de lo que no es de nadie, pero es de todos, “herrilurra”. Un lenguaje que representa el éxito del grupo, dando cabida a la ambición y el desarrollo personal en él.

Hoy, la lengua vasca es ya un patrimonio familiar inmaterial, que ha venido para quedarse. No sin esfuerzo, pues casi empecé con el idioma desde cero, pero sí con una sonrisa. Y no me arrepiento, y no lo haré. Han pasado 7 años y jamás hemos hablado en otro idioma. Se que un día, desde la perspectiva que da la madurez, sonreirá por este regalo.

Porque podría haber dedicado mis esfuerzos a que aprenda chino o árabe o francés. Pasados los años, se que no se reconocería en la comunidad política en la que han crecido. Pasaría la vida excusándose por no saber el idioma original y propio de los vascos.  Sentiría esa rabia de impotencia del “disculpa, no se”. Y probablemente vería el mundo de otra manera.

Un patrimonio inmaterial para conectar con la tierra y con el pasado mientras construyes el futuro desde los valores del bien común, desde un nosotros. Un nosotros, que cree que conformamos una comunidad política que debe defender y hacer perdurar su cultura. Un nosotros que  pelea a diario por existir y ansía brillar entre los pueblos de Europa. 

Porque los años pasarán, caerán los imperios y sus reyes y sus gobiernos, y con ellos las modas y sus influencias, pero siempre, por siempre, en lo más recóndito de sus recuerdos estará su padre y con él su lengua. En el primer amor que sintió y en la primera vez que lloró, en la primera vez que le ayudaron a salir de un bache o le explicaron que es la vida. Por qué se muere y por que se nace, y por qué debe ser libre para amar. Y nada, jamás, podrá destruir ese vínculo.

Desde estas líneas si eres padre o madre te invito a hacerlo, a crear ese “nosotros”. A que construyamos juntos las casa de nuestros hijos. A convertir la lengua vasca en patrimonio familiar, y ver el mundo desde ella, y con ello animar a otros a hacerlo. Para que de esa casa, sus cimientos sean la suma de nuestros esfuerzos y sus columnas forjadas en la solidaridad, de los hijos e hijas de un pueblo que se niega a dejar de existir. Porque Gabriel Aresti no se equivocaba en su afamado “Nire aitaren etxea” y contra todo y contra todos, nuestros hijos, defenderán la casa de sus padres.

Un comentario en «El patrimonio familiar»

  1. Lo considero muy oportuno, reflexivo, didáctico y pedagógico.
    Me ha gustado mucho.
    Aurrera Borja, beti !!

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